domingo, 23 de marzo de 2008

Aproximación a la risa. Su función intelectual

Desde que Alfred Stern propuso a mediados del siglo XX dilucidar la función social de la risa, algunos estudiosos del fenómeno han propuesto repartir esa funcionalidad en varios frentes: la función intelectual, la función sexual, la función agresiva, la función defensiva y la función social.
En este espacio abordamos las implicaciones de una vieja propuesta de Arthur Koestler (El Acto de Creación), quien a partir de la teoría de la incongruencia de Schopenhauer se propuso hallar los nexos entre la creatividad y el humor. Koestler encontró que tanto en el acto de creación como en la idea humorística nos vemos transportados inusitadamente a una idea que se puede percibir al mismo tiempo en dos marcos de referencia distintos y habitualmente incompatibles. Al acto del pensamiento que nos conduce a estas situaciones lo llamó "bisociación". Si repasamos el enfoque de Kant, para quien la risa aparecía como resultado de una expectación frustrada, y el de Hegel, para quien la risa era la respuesta emocional al acto de comprender algo abstruso, vamos a encontrar nexos entre los diferentes enfoques.

La risa de los ancestros


Si usted quisiera elaborar una explicación sobre la risa a partir de los pensadores de la Antigüedad seguramente se llevaría un chasco. La risa está más ligada a la vida cotidiana que a las preocupaciones centrales de los grandes sistemas filosóficos. Y lo que se sabe de la vida cotidiana de los pueblos antiguos es más el resultado de la indagación de investigadores actuales que el testimonio directo de sus pensadores.

Es gracias a esas reconstrucciones recientes, basadas en la traducción de tablillas de arcilla o estelas funerarias, u objetos por el estilo, que logramos hacernos una idea sobre la cotidianidad de unos pocos pueblos, como el egipcio y el mesopotámico. Aparte de esto, el conocimiento que se tiene a cerca de las primigenias concepciones sobre la risa es prácticamente nulo.

Las primeras aproximaciones

Así que hemos de pasar directamente a la cultura grecorromana. Desde los griegos a los latinos el punto de vista predominante gravitó en torno a las preguntas ¿hasta donde se puede reír? ¿de quien o quienes nos podemos reír? Este enfoque eminentemente ético impidió en épocas tempranas cualquier desarrollo de la pregunta por la risa hacia una verdadera comprensión del fenómeno. O por lo menos, de haberse producido, no quedan vestigios de ello.

Las precauciones de Platón (El Filebo) y Aristóteles (Poética) con respecto al carácter ofensivo de la burla agriaron cualquier reflexión en torno a la risa (para el hombre culto estaba primero el ingenio que la imitación burlesca), y ya entrados en la Edad Media, la demonización de la risa a instancias de la teología cristiana condenó irremediablemente cualquier intento por una investigación seria en torno al tema (el reír es de tontos, declaraba el proverbista).

Con todo, es preciso rescatar lo que viene a ser uno de los principios más productivos en el estudio de la risa. La declaración de Aristóteles según la cual lo risible “es un defecto y una fealdad sin dolor ni daño”. Esta fórmula, en efecto, hallaría eco a mediados del siglo XX en la declaración de Alfred Stern “Reímos de los valores degradados, pero lloramos los valores amenazados, perdidos o también, los valores irrealizados o irrealizables”.

Kant habla de la risa sin perder el juicio

Como en tantos otros casos, tenemos que esperar hasta la Ilustración europea para disfrutar de una explicación teórica sobre la risa. Esto nos lleva directamente a Emmanuel Kant, quien abordó el tema, ¡por fin! en su Crítica del Juicio. Aquí nos detendremos un poco, puesto que las explicaciones de la risa clasificadas como “Teorías de la Incongruencia” tienen en común este punto de partida.

Como lo hiciera Sigmund Freud mucho después, Kant se basó en el chiste para formular sus ideas acerca de la risa. Al preguntarse por su efecto en el oyente, concluyó que el disfrute del chiste debía ser considerado como placentero más que como hermoso. En los límites de la racionalidad era entonces el placer, como en Freud, el que nos devolvía el dominio del mundo, nuestro afirmarnos en él.

“En el caso de los chistes —escribió Kant— el juego comienza con pensamientos que ocupan el cuerpo en la medida que admiten expresión sensible; y cuando la comprensión se detiene súbitamente ante esta conducta, en la que no halla lo que esperaba, sentíamos el aflojamiento en el cuerpo, por la oscilación de los órganos, que promueven la restauración del equilibrio y tiene una favorable influencia sobre la salud […] La risa es una emoción que surge por la súbita transformación de una expectación frustrada, en nada”

Después de citar algunos casos, Kant hace una acotación en la que apreciamos lo que puede ser la piedra de toque del esquema general del chiste que vamos a trazar más adelante: “Tales chistes deben contener algo que pueda engañarnos durante un momento”. Y luego añade; “(la expectación frustrada) no se transforma ella misma en el opuesto positivo de un objeto esperado, porque entonces todavía existiría algo, que hasta puede ser causa de pena, sino que debe ser transformada en nada”.

Por ahora tenemos varios elementos del esquema de la idea humorística: un discurso lógico o racional, un punto en el que se interrumpe ese discurso, un elemento “engañoso”, una expectación que no se resuelve racionalmente (un vacío o “nada” racional) y una respuesta emotiva que produce en el organismo una sensación de bienestar. Nótese también cómo el filósofo prusiano prevé un segundo desenlace, la contrapartida de la risa que es la pena (el llanto).

¿Pero como se presenta esa respuesta emotiva? O mejor dicho, qué debe ocurrir en la mente del oyente para que una expectación en la que se pone en juego su calidad de ser pensante se convierta en un evento fisiológico gratificante? Por que sabemos de nuestra experiencia personal que la risa no surge sin la mediación de nuestra capacidad para resolver el acertijo, es decir, que la risa es un premio a la perspicacia. Por lo común, el que “no da con el chiste” pasa por tonto, ingenuo o desinformado.

Inmerso en la problemática del sujeto pensante, en su “crítica trascendental”, Kant no ve el bosque que rodea el fenómeno de la risa, no percibe la mirada vigilante de la sociedad y su labor pedagógica por la que nos corrige o nos premia a través de la risa. Un discípulo suyo, Hegel, examinó la relación entre la risa y el éxito logrado al entender un acertijo o resolver un problema (Filosofía del Arte), pero habría que esperar hasta Bergson para que la risa fuera examinada en su medio natural que es la sociedad.

Digamos, además, que en esta formulación kantiana de la risa hay por lo menos un elemento más susceptible de ampliación. Allí donde el filósofo del siglo XVIII percibía un caer en la “nada” racional, los psicólogos del siglo XX verán un medio por medio del cual nuestra mente “no consciente” liberará nuestra voluntad del rigor insobornable de la razón. Una suspensión (que no una anulación) del pensamiento que nos concede, por lo menos momentáneamente, una inesperada sensación de alivio. Este es el aspecto de la risa del que eventualmente se ocupan las teorías de la risa clasificadas como “liberación de tensiones”.

Próxima parada: Arthur Schopenhauer

En este brevísimo recorrido por las explicaciones teóricas de la risa, una parada obligatoria, todavía dentro del camino trazado por los pensadores alemanes, es el filósofo de Danzig, Arthur Schopenhauer. Para éste “pesimista metafísico”, es el pensamiento el que depende de la vida y no al revés. La voluntad es primero, y las representaciones que hacemos del mundo son un mero accidente dentro de la acción de esa voluntad. No hay que olvidar que estas ideas influyeron en la obra de Henry Bergson, el filósofo del vitalismo.

Con Schopenhauer, los filósofos siempre sospecharon que nuestras representaciones de los objetos del mundo exterior son inexactas. Puesto que sólo podemos elaborar conceptos a partir de representaciones sensoriales, y estas son por fuerza elaboradas a partir de percepciones subjetivas, los conceptos (que son elaboraciones mentales) no tienen por qué coincidir con las percepciones que lo propiciaron. Esa distancia entre nuestras “ideas de las cosas” y las cosas mismas genera una frustración que eventualmente podemos disipar —entre otras posibles respuestas— por la vía de la risa. Lo que no podemos resolver por la vía racional, lo resolvemos por la vía de la emotividad.

De su texto fundamental El mundo como voluntad y representación, provienen las siguientes afirmaciones:

“La risa no nace nunca sino de la percepción repentina de la incongruencia entre un concepto y los objetos reales que en algún respecto se habían pensado con él, y ella misma es la simple expresión de esa incongruencia. Con frecuencia surge porque dos o más objetos reales se piensan con un concepto y la identidad de este se traslada a ellos; pero su total diversidad en lo demás hace patente que el concepto solo era adecuado a ellos en una consideración parcial. Con la misma frecuencia, lo que se hace repentinamente perceptible es la incongruencia de un solo objeto real con el concepto en el que se había subsumido, en parte con razón. Cuanto más correcta es la subsunción de esas realidades bajo el concepto, por un lado, y cuanto mayor y más llamativa es su inadecuación a él, por otro, más enérgico es el efecto irrisorio que nace de esa oposición. Así que toda risa surge siempre con ocasión de una subsunción paradójica y, por ello, inesperada, al margen de que se exprese con palabras o con hechos. Esta es, en suma, la correcta explicación de lo irrisorio”

La argumentación de Schopenhauer nos recuerda las palabras de su maestro, Platón: “Todas nuestras palabras son necesariamente una imitación, una imagen de alguna cosa” (en el Diálogo de Critias). La irrupción del absurdo no proviene necesariamente de fuera del discurso racional; el absurdo es inherente al discurso mismo porque éste ha sido formado con palabras y las palabras no son sino imitaciones de las cosas. No es de extrañar que el estudio de la risa pasara poco a poco del terreno de los filósofos al de los psicólogos, los lingüistas y los semiólogos.

Con la exposición de Schopenhauer hay algo más: en la risa, para el sujeto pensante —o actuante— el discurso racional inesperadamente se ha transformado en un discurso paradójico (engañoso, diría Kant), algo que parecía ser coherente ahora ya no lo es; aquello que tenía apariencia de verdad ahora se le presenta como una idea extraña u opuesta al sentido común. La realidad habitual ha venido a ser una realidad extraña. Esta operación de “extrañamiento” —de la que habla Gianni Rodari— es la que pone en conexión al chiste con los otros productos de la imaginación y la fantasía: el acertijo, la adivinanza, la charada, los juegos de palabras, el cuento maravilloso, el chascarrillo, los juegos infantiles y el juego en todas sus acepciones.

Piensen ustedes en este conocido chiste:

En la clase de anatomía el profesor pregunta:
- ¿En qué partes se divide el cráneo, Juanito?
- Eso depende, profesor
- ¿Depende de qué?
- Del garrotazo.

Por un momento pareciera que la respuesta del estudiante es coherente: un cráneo, como cualquier objeto, puede ser fraccionado en varios pedazos. El cráneo “debe” haber sido dividido por algún procedimiento físico. El lenguaje del adulto se basa en una abstracción: la “división formal” de un objeto en sus partes constituyentes. El lenguaje del niño está referido a hechos concretos. Evidentemente, en el mundo de los hechos “físicos” el lenguaje del adulto es inadecuado pues sus conceptos son representaciones prestadas del mundo natural.

Koestler dirá más adelante que el discurso de los dos personajes, niño y adulto, corresponde a dos marcos de referencia diferentes y que el encuentro inusual de esos dos marcos de referencia es característico del chiste. Bergson, que no nos reímos del niño sino del adulto que, puesto en su lugar, actuaría llevado por el automatismo (rigidez) y la falta de espontaneidad. Stern, que la autoridad “moral” del profesor ha sido degradada y por ello nos reímos, pero que, en el terreno de las suposiciones, el espectáculo de un cráneo roto por un garrotazo sería causa de llanto. Freud, que el niño somos nosotros mismos eludiendo la exigencia del adulto y reemplazando ese gasto anímico por una satisfacción largamente aplazada, una satisfacción que se halla entre el placer de disparatar y la hostilidad.